Casi el total de mujeres bolivianas detenidas en cárceles brasileñas se encuentra cumpliendo condena o esperando por un juicio por transportar cocaína. El eslabón más delgado de una cadena de tráfico que se ha transformado en una salida económica en el país más pobre de Sudamérica.
Gabriela A., 38 años, viuda y madre de dos jóvenes, amasa sus manos nerviosa. A ratos su voz se entrecorta, pero ella respira profundo y lanza frases precisas, directas. Dice que nunca se había metido en un problema como este y que tampoco lo volvería a hacer, pero la necesidad no la ayudó a pensar bien las cosas. Gabriela no se llama Gabriela, pero ha preferido contar su historia resguardando su identidad.
Al igual que sus 34 compatriotas privadas de libertad en la Penitenciária Feminina de Sant'Anna en São Paulo, la vida de Gabriela dio un giro luego de aceptar llevar una maleta: un equipaje ajeno que en medio de la ropa escondía dos paquetes con casi 2 kilos de cocaína. Para la policía brasileña el hallazgo fue parte de un procedimiento de rutina entre las rutas que unen Corumbá, en la frontera con Bolivia, y São Paulo. Para Gabriela entregar el encargo significaba la posibilidad de cobrar 500 dólares para empezar una nueva vida junto a sus hijos de 20 y 15 años.
Gabriela, que siempre ha trabajado como cocinera, se aferró a la posibilidad de ganar un dinero extra a los 1500 bolivianos (unos 100 USD) que ganaba cocinando en el restaurante Miraflores en Cochabamba. “Ya no quería trabajar para la gente, por eso me animé a traer esa maleta”, dice Gabriela, quien fue contactada con las mafias a través de un conocido.
En América Latina el encarcelamiento de mujeres se ha incrementado dramáticamente en el curso de las últimas dos décadas, y al igual que Gabriela la inmensa mayoría vive en condiciones de pobreza. De ellas, el 87% se encargan del cuidado de hijos, hijas o personas mayores, según un informe elaborado por Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (Wola, en sus siglas en inglés), una organización líder en investigación e incidencia que promueve los derechos humanos en las Américas.
“Con el banco no se juega. tienes que ser cumplida y pagar sí o sí”, lanza Gabriela como una advertencia. Su deuda con una entidad bancaria la llevó a la desesperación cuando veía que el dinero no le alcanzaba para vivir y para pagar sus deudas. Le entusiasmaba la idea de tener algo extra: un capital para independizarse, devolver una parte de su crédito y ayudar en los estudios a sus hijos. Le advirtieron que era peligroso pero la necesidad pudo más, dice como susurrando entre lágrimas.
Gabriela aprendió a cocinar en el restaurante de su tío y con el tiempo se le dio bien. “A mí me gustaría poner mi negocio, un restaurante pequeño y trabajar para mí. Yo no quiero trabajar para la gente porque te pagan bien poquito y te matas trabajando”.
Parte del plan era abrir un restaurante junto a Carlos, su hijo mayor que hoy estudia gastronomía. Su llanto se pausa cuando se traslada a los platos que cocinaba y que desde los tres meses que lleva privada de libertad se han convertido en un anhelo constante: charque, lambreado de conejo, pique a lo macho. Su relato zigzaguea entre recuerdos y mensajes de arrepentimiento. Decidió contar su historia para que nadie más cometa el mismo error. “No me gustaría que vengan otras personas. No se lo deseo a nadie porque es muy triste y muy difícil estar aquí”.
Pero lo que más le preocupa a Gabriela A. es que nadie nunca más supo de ella. Ni su madre o su hijo menor con quienes vivía en Cochabamba, como tampoco su hijo mayor que vive en Santa Cruz. Gabriela A. cruzó la puerta de su casa y se despidió avisando que estaría afuera apenas unos días pero nunca más volvió.
Cuando la detuvieron, la policía retuvo todas sus pertenencias incluyendo su celular, donde tenía los contactos de sus familiares, de sus jefes, de toda su vida. “Es ahorita como si estuviera desaparecida para ellos”, dice angustiada.
El protocolo incluye una notificación a los familiares directos de las detenidas, pero al encontrarse en Brasil como extranjera, es el cónsul de Bolivia quien tiene la misión de hacer llegar esta información a su círculo cercano. Gabriela no recuerda con exactitud los números de teléfono de sus seres queridos. Según la legislación brasileña, cuando una persona es detenida en flagrancia, cargando el elemento delictivo que en estos casos es la droga, todo documento, pertenencia o aparato electrónico es retenido por la autoridad policial, porque se considera parte de la investigación. La legislación indica y permite que artículos como el celular de Gabriela sea retenido por la autoridad policial durante todo el proceso penal. “La tendencia en nuestra justicia penal es que las mujeres detenidas terminen siendo condenadas. En ese caso, estos artículos no son devueltos, sino que se invierten a favor de la Unión, o un juez puede enviar estos artículos a favor de las organizaciones de la sociedad civil”, explica Cátia Kim, Coordinadora del Instituto Tierra, Trabajo e Ciudadanía (Terra, Trabalho e Cidadania ITTC, en sus siglas en portugués).
Gabriela, quien ni siquiera entiende el portugués, pasa sus días trabajando en el taller de manualidades de la Penitenciária Feminina de Sant'Anna en São Paulo esperando que ocurra algún milagro: que sus hijos tengan noticias sobre ella o que el tiempo pase rápido.
El futuro en una maleta
“En América Latina es más grave contrabandear cocaína a fin de que pueda ser vendida a alguien que quiere consumirla, que violar a una mujer o matar voluntariamente al vecino”. Así comienza el prólogo de Adicción Punitiva (2012), un estudio de autoría de Rodrigo Yepes, Diana Guzmán y Jorge Parra Norauto.
La criminalización sea por producción como por distribución de drogas confirma que a nivel regional “las políticas antidroga están dirigidas al uso máximo del derecho penal y a una consecuente desproporción de los delitos de drogas que hace que la pena mínima para el hurto sea de 6 años de prisión y para el tráfico de drogas sea de 10,6 años”, concluyen los autores.
Como en toda frontera, la vida entre la ciudad boliviana de Puerto Quijarro y la brasileña de Corumbá es un constante ir y venir, con familias mixtas y una relación comercial de tiempos inmemoriales. Pasan unas 6 mil personas por día y 3 mil vehículos de paseo, las 24 horas. Buses de compañías oficiales y taxis amontonados en las terminales ofrecen viajes al país vecino que sólo se encuentra a una distancia de casi 7 kilómetros. Pero no sólo eso: basta atravesar una céntrica calle en Corumbá para que en medio de susurros alguien ofrezca servicios de traslado por 30 reales (unos 6 USD) . “A la frontera”, dice despacio el chofer de un auto particular que tiene pegado un sticker con la marca Uber y que ofrece sus servicios sin necesidad de usar la aplicación.
No es necesario obtener un visado ni tampoco hay ninguna garita de control migratorio. La gente va y viene como si no cambiara de país, apenas de barrio. Un paso que ahora carga con el estigma de ser una de las principales puertas por donde ingresa la cocaína boliviana.
Entre ambos territorios sólo hay un control de aduanas y algunos policías que controlan de manera aleatoria a los transeúntes. “De las 6 mil personas que transitan, conseguimos fiscalizar entre 60 y 100, es poco”, dice Erivelto Alencar, auditor fiscal en la región quien explica que eso se debe a la falta de funcionarios y recursos tecnológicos. La fiscalización tiene una lista: contrabando de combustible, ropas falsificadas y, sobre todo, drogas.
“¿Qué hay en las valijas?”, preguntó Aída una vez. “¿Qué me dan para llevar?”, preguntó otra vez. El hombre le respondió en una mezcla de portugués y español: “Si quieres trabajo, tienes que transportar esto hasta Campo Grande. Y ahí vemos si te contratamos”.
La propuesta era un empleo de tres meses por unos 3 mil reales (unos 600 USD) en un taller de costura de São Paulo que ayudaría a Aída a saldar deudas. “Gasté mucho dinero con la operación de mi marido. El 16 de noviembre es el aniversario de su muerte y yo iba a estar de regreso en Bolivia, para organizarle la misa”, cuenta.
Aida García Solís tiene 41 años, es de Cochabamba y madre sola. Estudió diseño, corte y confección. Antes de quedarse viuda, hizo a un lado los bordados y la máquina overlock por el manejo de transporte pesado con su marido. Pero su mayor responsabilidad era ser ama de casa. “Mi sueño es montar un taller con mis hijos. El banco presta dinero. Ya he trazado mi meta” dice.
Aquella noche de septiembre de 2022, los hombres que llevaron a Aida desde la terminal de buses hasta el paso fronterizo entre Corumbá y Puerto Quijarro le entregaron dos maletas con droga y 500 reales brasileños para que pague el uber. Se rehusó y la golpearon.
Cuando el carro echó a rodar por la ruta BR 262, en el estado de Mato Grosso do Sul, la suerte de Aida ya estaba comprometida. El trayecto pasa por tres puestos policiales entre Corumbá y Terenos y se conoce como el corredor del narcotráfico de hormigas: pequeñas cantidades de droga transportadas, en su mayoría, por mujeres. Próximo a la ciudad de Miranda, la Policía Rodoviaria Federal Brasileña inspeccionó el auto. La droga estaba envuelta en unas cobijas dentro de la valija: 14 kilos y 400 gramos de cocaína. La condena: 5 años de prisión, en régimen cerrado.
De acuerdo a la Secretaría de Ingresos Federales de Brasil, durante el primer semestre de 2023 fueron realizadas 12 aprehensiones de droga en el puesto fronterizo Esdras, entre Brasil y Bolivia. “Podría asegurar que la mitad fueron mujeres bolivianas usadas como mulas. La droga no es de ellas sino de alguien que las contrata para pasarla”, dice Erivelto Alencar, el jefe de esa reparticipación pública en Corumbá.
Las circunstancias de vida de Aída y Gabriela no fueron criterios que pesaran para la condena que recibieron. La ley de Drogas de Brasil es determinante. La pena es por “importar, exportar, remitir, preparar, producir, fabricar, adquirir, vender, exponer a la venta, ofrecer, tener en depósito, transportar, traer consigo, guardar, prescribir, entregar al consumo o suministrar droga, aunque sea de manera gratuita, y sin autorización o en desacuerdo con determinación legal o reglamentaria.”
Aunque el artículo 28 del Capítulo III de la Ley de Drogas despenaliza el uso para el usuario, investigaciones del Instituto Tierra Trabajo y Ciudadanía (ITTC) y del Consejo Nacional de Justicia de Brasil advierten que la ley se aplica de manera discriminatoria, sin distinguir la raíz del problema: la perpetuación de la guerra contra las drogas que encarcela a personas negras, pobres, mujeres vulnerables, como Gabriela y Aída. "En la práctica, el usuario es una persona blanca, de clase media o rica y el 'traficante' es casi siempre un joven negro de la periferia", explica la abogada y especialista en personas migrantes en conflicto con la ley, Cátia Kim.
En términos generales, la pena base es de 5 años pudiendo llegar a 15. "Cualquier práctica relacionada a la droga es crimen. Sobre esa base se construyó el sistema punitivo de la legislación del Brasil", concluye Kim.
El hecho de que no exista regla que especifique cantidad de droga por cantidad de pena hace que cada caso sea analizado de manera individual. Por interpretación de la ley que hace cada juez. “Sabido es que muchas mujeres bolivianas trabajan como mulas. A veces son liberadas, en el caso de tener hijos, cuidados de familia, pero si tienen grandes cantidades de droga, se debe constatadar con otras informaciones”, explica el juez Idail de Toni Filho de la Primera Vara Criminal de Corumbá.
El tribunal es cauteloso a la hora de sacar conclusiones: contrapone el relato de las detenidas, con las pruebas y las contradicciones de cada caso. “Objetivamente, si la mujer está con maleta y droga en dirección a São Paulo y admite que la estaba cargando, es un hecho. Dicen que fueron engañadas y es posible, pero no hay como constatarlo. Debe ser demostrado. ¿Recibieron dinero siendo engañadas?”. analiza el juez.
Aída lleva 9 meses en la Penitenciaría Femenina Carlos Alberto Jonas Giordano de Corumbá donde hay 140 reclusas y 27 son bolivianas que llegaron en situación similar.
En Brasil, el encarcelamiento aumentó exponencialmente. En relación a las mujeres, en los últimos 10 años, se incrementó en un 600%. “El sistema falla con todas ellas, no sólo con las bolivianas. Se encarcela mucho, y a los ojos de la defensa, de forma innecesaria. La ley procesal penal prevé varios requisitos para que una persona sea presa. Muchos de esos requisitos son atropellados” dice Vítor Calasanz, defensor público de Corumbá que atiende un promedio mensual de 50 internas de esa penitenciaría.
A diferencia de Gabriela A., Aida retuvo un número de memoria, el de una conocida en São Paulo, con quien manda noticias a sus hijos en Bolivia. “Unas reclusas ayudan a otras, con contactos de conocidas bolivianas”, dice Francislene Maria Rodríguez, asistente social. El régimen permite realizar llamadas sólo dentro del territorio brasileño. El único recurso para contactarse con el mundo es un teléfono fijo en la sala de la asistente social de la penitenciaría. “Mi hijito me mandó decir que no me va a fallar en los estudios”. Tiene 18 años y vive con una amiga. “Me dijo que se está encareciendo económicamente. Pero yo no puedo hacer nada.” Sus hijas de cuatro y trece años están con su suegra.
La ausencia diplomática
Es lunes por la mañana y apenas se ve movimiento en las afueras de la Penitenciaría Femenina Carlos Alberto Jonas Giordano de Corumbá. Un guardia se asoma por la rejilla de la puerta principal del penal de mujeres. No hay nadie en el frontis. Apenas pasa una carreta y casi no hay movimiento de carros en este lado de la ciudad. Se escuchan algunas voces a pocos metros, justo donde comienza la penitenciaria masculina, separada solo por un muro del penal femenino: unas cuantas mujeres – novias, esposas, hermanas, madres, amantes – asisten hasta este lugar para saber información de sus seres queridos o entregar algo de comida o útiles de higiene personal.
El contraste se manifiesta en cada día de visita: el lado masculino no da abasto. El femenino apenas recibe algunas visitantes, casi siempre hermanas o madres, pocas veces el marido o pareja. En la cárcel se replican dinámicas que también se dan en libertad: los cuidados y las visitas suelen ser asumidos por mujeres.
“Cuando encarcelamos a las mujeres, castigamos a familias enteras”, dice Jorge López Arenas, ex director Nacional del Régimen Penitenciario de Bolivia, en el informe Mujeres, políticas de drogas y encarcelamiento. En los casos de Gabriela y Aida, ambas jefas de hogar, su aprehensión ha significado un terremoto familiar cuyas secuelas aún no son capaces de dimensionar.
La red de apoyo externa a las reclusas también son mujeres. Judite Sales y Consuelo Clavijo son voluntarias de la Pastoral Carcelaria, una organización de la Iglesia Católica que trabaja en prisiones. Ellas y el padre Khac visitan a las reclusas de Corumbá para darles asistencia religiosa. Cuando van a la cárcel, Aida se distrae. “Pienso, analizo las cosas. Quizá no me he dado cuenta en ese momento cuando dejé a mis hijos”, se pregunta con un gesto de culpa. “Nosotros no estamos para juzgarlas sino para escucharlas y aliviarlas”, dice el padre.
Judite y Consuelo trabajan con la misma fortaleza de las reclusas. En la mañana del 24 de mayo se reunieron con el Juez local de Corumbá para conversar sobre algunos de los casos. Buscan el apoyo logístico para ubicar a familiares, trabajan codo a codo con las asistentes sociales, contactan a defensores públicos y organizan donaciones. “Queremos ligarlas a sus familias. Para las personas migrantes encarceladas es muy difícil”, dice Consuelo, boliviana que vive hace 45 años en Corumbá.
La soledad que sufren las internas extranjeras en las cárceles de Brasil tiene varias capas. No solo asumen el aislamiento social por la reclusión, sino que muchas veces se agudiza por la falta de diligencia de la burocracia y los representantes oficiales de su país. “Nunca escuché que el cónsul de Bolivia fuera a la prisión femenina”, dice Marciene Rita da Silva de Amorim, psicóloga del Patronato Penitenciario de Corumbá.
En una ciudad con la mayor proporción de habitantes bolivianos en Brasil, el rol del consulado es fundamental. “No es una obligación pero lo hacemos para no llegar con las manos vacías”, dice Simons William Duran, cónsul de Bolivia en la ciudad fronteriza, mientras exhibe sobre su escritorio una bolsa con el que sería el kit de higiene que entrega a sus compatriotas. Su oficina tiene apenas tres funcionarios, pero Duran dice que se las arreglan para darles acompañamiento. “Yo no soy dios para juzgarlas. Les doy un abrazo a todas por igual”, dice el cónsul. Tanto la pastoral carcelaria, el juez local, el defensor público y las propias internas reconocen que sólo han visto al diplomático un par de veces, que no suele estar disponible cuando lo han citado y que las internas no tienen asesoría legal o apoyo para comunicarse con sus familiares. Algunas de ellas apenas han recibido un kit de higiene cuyo contenido solo cubre un mes de su estadía. El apoyo de organizaciones sociales y religiosas es fundamental para contrarrestar la ausencia diplomática.
“A veces me pierdo en la soledad. Lo único que me consuela es la Biblia”, dice Aida. La religión cristiana está en los crucifijos de las paredes de la penitenciaría. Un libro de Allan Kardec, el sistematizador de la doctrina llamada espiritismo descansa sobre el escritorio de la dirección general. Aida tiene mayor interés en la justicia terrenal. “Me interesa el derecho sobre presos internacionales y derechos humanos. Ahora leo la Constitución Política del Brasil.”
El sol de la mañana se filtra por ventanas y hendijas. Las reclusas hacen actividades de aseo, cocina y clases de primaria y secundaria. Otras toman sol en el patio interno. Aida está en clase de geografía. “Cuando estudio, no siento que estoy presa, me siento libre, una persona y no más como una interna”.